No se ganaba en Guayaquil el rumboso título de TUNANTE, por los años 1700, quien no había seguido siquiera una vez a la TAPADA, en alta noche por los callejones y vericuetos por los cuales llevaba ella a sus rijosos galanes.
Nunca se la veía antes de las doce ni jamás nadie oyó, en la aventura de seguirla, las campanadas del alba, a las 4 de la madrugada.
¿De dónde salía la tapada? Nunca se supo; pero el trasnochador de doce y pico que se entretuviese por alguno de los callejones de Alonzo o la Cruz, del Ahorcado o la Velería, el Descomulgado o la Curtiembre, por Chínguere o la Encrucijada, y pasando las ruinas de la Muralla por donde hoy Junín, tomase hacia el Bajo, de seguro que el rato menos pensado tenía andando delante de sí, a dos varas invariables, siempre como al alcance de la mano pero nunca alcanzable, a una mujer de gentilísimo andar, cuerpo esbeltísimo, y que aunque siempre cubierta la cabeza con mantilla, manta o velo, revelaba su juventud y su belleza, y a cuyo paso quedaba un ambiente de suavísimo perfume a nardos o violentas, reseda o galán de noche.
Todo galanteador, fuese viejo verde o joven sarmiento, sentíase irresistiblemente atraído como medianímicamente inspirado para dirigirle los piropos. Y ella delante y él detrás, camina y camina, sin que ella alterara su ritmo pero sin dejarse nunca alcanzar ni disminuir la distancia de una vara a lo sumo; pues bajo no se sabía qué influencia, el acosador no podía avanzar a franquear esa distancia.
Y camina, camina, la damita cruzaba célere con la pericia de una buena conocedora de los vericuetos, siempre por callejones y encrucijadas, sin franquearse a calles anchas. Zas… zas… las almidonadas arandelas de su pollera unas veces. Suas… Suas... suas… los restregos de sus sayas de tafetán, otras, pues nunca se repetían sus trajes, salvo la manta o el velo.
Sólo pequeños esguinces de su gallarda cabeza, como animando a seguirla: sólo algo así como el eco imperceptible de una ahogada sonrisa juvenil, eran los acicates del galán que se empecinare en seguir a caza tan difícil. Y cosa curiosa: a su paso los rondines dormían, si alguno estaba en la calle; y nadie que viniera de frente parecía verla: la visión era sólo para el persecutor, que ya perdida la cabeza y el rumbo, seguía inconsciente, hipnotizado, cruzando callejas y callejas sin saber por dónde ni hacia donde le llevaban su curiosidad o malicia y el irresistible imán que lo precedía.
...Cuando de pronto… la tapada se detenía … Daba media vuelta de precisión militar, y levantándose el velo que cubría su faz, no decías sino estas frases:
-Ya me ve usted cómo soy… Ahora, si quiere seguirme, siga… Y el rostro tan lindamente supuesto, se mostraba en verdad, bellísimo, fino, aristocrático, blanco, sonrosado, fresco, griego, magnífico… pero todo era una visión de un segundo. Inmediatamente, como hoy podemos ver en las combinaciones de la película esas transformaciones entre sombras y disfumaciones… todas las facciones iban desapareciendo como en instantánea descomposición cadavérica: a los bellísimos ojos sucedían grandes cuencas que a poco fosforecían como en azufre; a los lindos labios las descarnadas encías, a las mejillas los huesos; hasta que totalizada la calavera, un chocar macábrico de crótalos eran las mandíbulas de salteados dientes… Y un creciente olor de cadaverina reemplazaba la cauda de aromas anteriores...
Otra media vuelta de la dama… y el que alcanzara a verla la hubiera visto como evaporarse al llegar a la vieja casa abandonada de don Javier Matute, calle del Bajo, junto al callejón del Mate, después Roditi… El que no alcanzaba a ver esto, allí quedaba, paralizado y tembleque, pelipuntiparado, sudorifrío y baboso, o loco o muerto… Sólo el que había visto a la TAPADA podía adquirir el rumboso título de TUNANTE.
Y agrega la leyenda que el alma en pena era de una bella que en vida había abusado del comercio de la carne, sin ser carnicera.
Trascripción: Modesto Chávez Franco
Guayaquil.
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